viernes, 14 de junio de 2013

Trío, Arturo Texcahua

Trío
Arturo Texcahua
Se abrió nuevamente al sueño y se acomodó en la posición de siempre.
Que ellos dominaran con la acción absoluta desde lo alto de su cabeza hasta la última célula de sus fatigadas extremidades.
Que se hiciera y deshiciera.
Que se desdoblara, redujera y ampliara todo lo sentido hacia atrás, hacia adelante, desde abajo y desde arriba, vueltos aguas, convertidos en miel pegajosa, alquimia, elíxir, creación de ritmos reinventados con la lengua-vulva-mano, con el falo-dedo-labio.
Lamerones reducidos al principio de esos otros misterios.
Él no permitió ningún descanso, con varios instrumentos aplicó el mejor esfuerzo.
Ella sorbió, tenía esa sed interminable que más asustaba. Los gritos, la prueba, los placeres desde más allá estallaron no solamente desde su miembro. Compartieron solidarios, camaradas.
Bramó, el dolor entró como una fina navaja de acero. El temblor fue una cadena de estremecimientos que rompieron su miserable gobierno. Uno se rindió. Otro se encajó sin límites hasta lo más profundo. Aquel apretó sin vacilaciones. Ella se acarició como a un peluche cursi, él apretó como si tuviera fuerza, otro no pudo decir more como en las películas. Hubo silencio.

Después, cuando se creyeron como al inicio, volvieron al sueño y, sin piedad, nuevamente se abrieron.

jueves, 13 de junio de 2013

Meche y el mar, por José Saucedo Rivera

MECHE Y EL MAR*
José Saucedo Rivera

Esa tarde veía la calle desde mi aparador del mundo. La gente se trasladaba con prisas, los autos corrían llevados por conductores estresados, las tiendas tenían abiertas sus puertas, la gente compraba y hacía tratos. Había propósitos y despropósitos desconocidos, había movimiento, vida, un alboroto que me gusta, que me llena de ánimo a pesar de oponerse a mi propia inmovilidad. Pero yo estaba triste y pensaba obsesivamente en la muerte. Algunas horas antes habíamos sepultado a Josefina y su fallecimiento me traía reflexiones inútiles. Yo también era viejo. El fin también me rondaba. A mis años morir es algo bien visto que puede ocurrir en cualquier momento. A nadie le extrañaría. Sería una pena si yo fuera joven, pero así, tan viejo, es de lo más normal y esperado. Uno ya está al final de la cadena, sorteando achaques con la mejor cara y con esperanza, quizá triste y solo –solo sobre todo–, pero conforme de seguir en este mundo. En eso estaba cuando recordé que tenía que volver a la caja de madera donde guardo los momentos desagradables de mi vida, cosas que procuro alejar de mi mente, para mi tranquilidad y para evitar depresiones peligrosas. En la caja hay objetos diversos: papeles, fotos, algunos boletos, el diente que me rompieron por puro gusto en un asalto al que no opuse ninguna resistencia, cosas de apariencia inocua pero que conservo. ¿Por qué? No puedo explicar muy bien las razones. Sé que son parte de mi historia y me cuesta deshacerme de ellos. El asunto es medio simbólico. Cuando pongo algo en esa caja siento como que lo olvido, me hago de esa idea con terquedad y funciona como una terapia moderna para sobrellevar la existencia. En esto hay cierta contradicción, pero perdónenme, a veces despierto más aturdido que un viejo, ja, pero después me vienen pensamientos tan lúcidos que yo mismo me asombro de mi capacidad y de los recuerdos tan frescos y vivos que aún tengo y que todavía me sacan las lágrimas. El problema es cuando regreso a la caja para depositar otro recuerdo desagradable. Como esa noche que debía guardar allí la factura de la capilla donde se velaron los restos de Josefina. Un gesto solidario para la familia, mi pequeña contribución de hermano en un escenario devastador y con los hijos derrumbados: Pepe como sonámbulo, Lilia sin parar de llorar y Mela tan ensombrecida que no sé cómo se ha hecho cargo de todo. Yo me congelé viendo como una estatua los pormenores. Ha sido terrible. Josefina, hermana querida –retumbaba en mi pensamiento esa tarde– , perdóname por haberte hecho alguna vez la vida imposible. Fuimos muy cercanos en una época, jugamos, reímos: ella, aunque era apenas dos años mayor que yo, me cuidaba como una madre; y yo, después de que faltó mi papá, me volví el hombre de la casa y me responsabilicé seriamente por su futuro y el de mis otras hermanas. Me prometí que a todas las casaría de blanco, como Dios manda, para que fueran mujeres respetables y felices. Así debía ser y así sería. Por eso, cuando Josefina se escapó con el novio, me volví loco y fui a buscarla. Sabía que estaba en Acapulco como parte de una excursión que habían organizado en la escuela. No la había dejado ir, ¿cómo iba ir sola?, y con hombres entre los que estaba el novio que la traía atarantada, qué dirían los vecinos, la familia, qué ejemplo para sus hermanas. Cuando se fue sin mi autorización no lo pensé mucho. Saqué de inmediato un permiso en el trabajo y fui por ella. Se le aparecería el diablo, me decía, mientras viajaba a la famosa ciudad que nunca había visitado, a la playa que nunca había visto, al mar que no estaba ni en mis oídos, ni en mis ojos, ni en mi olfato. De León me fui a México y de allí a Acapulco. El viaje se me hizo largo, la ansiedad me comía la calma. Cuando llegué, aquella ciudad me pareció más cosmopolita de lo que esperaba, había edificios que me parecieron gigantescos, y tanto extranjero y mujeres bellas a quienes no intimidaba el sol infernal y el calor que todo lo derretía. Me acuerdo que traía en el brazo un abrigo enorme que allí me hacía parecer ridículo, a eso sumen el saco y la corbata. No sé en qué pensaba cuando me vestí tan elegante para ir a la playa. Acomodé los estorbos en mi brazo. Por fortuna no llevaba maleta. Sabía que llegaría, me llevaría a Josefina y regresaríamos enseguida. El taxi que tomé en la estación me dejó en un hotel modesto del que no recuerdo su nombre, pero que no estaba cerca de la playa. Se dio el primer revés a mis planes, no se habían hospedado allí como me habían dicho. Seguro habían buscado un mejor sitio. Cuando bajé del lugar, vi el mar por primera vez y enseguida me fascinó su inmensidad y belleza, su azul me impresionó como nunca había pensado, fue un imán del que no pude sustraerme, me acerqué a él, y en Caleta lo vi de cerca. Me presenté como un amigo nuevo. Mucho gusto olas suaves, un placer agua en movimiento, encantado brisa fresca. La arena pegajosa ensució mis zapatos boleados y el dobladillo de mis pantalones de lana. Permanecí un buen rato en la playa hipnotizado por el espectáculo de la naturaleza. Recorrí el lugar muy despacio, escuchando, oliendo, viendo esa agua que divertía a la gente. La despreocupación reinaba en el lugar y yo era un ser raro que se había escapado de un circo. Subí a la costera y entré a una tienda de recuerdos y artesanías que anunciaba también el servicio de llamadas de largas distancias. Llamé a León para saber si allá tenían alguna noticia. Dejé un recado con don Pancho, el farmacéutico que tenía su negocio a dos cuadras de mi casa y que era el único con teléfono en el vecindario. En un rato volvería a llamar mientras iban a darle el recado a mi madre. Curioseé por los anaqueles. Una empleada muy bonita, menudita, blanca y con unos chapetes muy naturales me ofreció ayuda.
–Nada más estoy viendo –le dije.
–Ah, ¿viene de México? –dijo poniendo atención en el saco y el abrigo que llevaba en el brazo.
Noté la mirada y dije sí, sin ganas de entrar en detalles.
–¿Y dónde se hospeda?
–En ningún lado. Creo que me iré en la noche –aclaré y empecé a hablar de más, los ojos brillantes y enormes de la chica me animaron a confesar por lo que estaba pasando–. Busco a mi hermana. Anda aquí de paseo. Pero no sé en cuál hotel está. Buscaré entre todos hasta encontrarla. Esta ciudad no es muy grande.
–Sí, tiene razón, Acapulco es pequeño, pero aún así no creo que termine tan pronto. Quizá ocupe lo que queda de hoy y mañana para revisar todos los hoteles. Pero le aclaro que también hay casas de hospedaje y zonas de acampar. Algunos, para ahorrarse dinero se van a las orillas, rentan bungalows. No veo la tarea tan fácil. Debería ir pensando dónde quedarse.
Agradecí la ayuda y la sugerencia y volví a llamar a León. Don Pancho me pasó a mi mamá. Josefina no había regresado y no sabían nada de ella. Mis hermanas iban a investigar entre quienes conocían dónde estaban hospedados, tendría que llamar más tarde.
–Creo que sí tendré que buscar dónde quedarme –le dije–. ¿Usted me recomienda algún lugar?
–Pues hay muchos, depende lo que quiera gastar.
–No mucho –dije un poco apenado–, no sé cuánto tendré que estar por acá, además las comidas y algunas cosas que tendré que comprar, no traje nada, más que esta ropa inapropiada para este calor.
–Tiene suerte. Yo vivo con una familia que renta unos cuartitos económicos cerca y hoy se ha desocupado uno. Está limpio, aunque es chiquito y no tiene baño. Hay uno para todos. Le voy a dar la dirección, pregunte por doña Reina. En esa calle la conocen todos. Así que si se pierde nomás diga su nombre. Si se decide por este lugar allá lo veo en la noche, yo llego a cenar como a las siete y media. Si quiere, la señora se lo renta con comidas incluidas.
Le dije que sí iría y le agradecí la ayuda. No fue difícil encontrar el lugar y arreglarme con la dueña. Pagué esa noche y dejé mis cosas. Recorrí todos los lugares que pude a lo largo de la Costera. Creo que terminé con todos y no encontré a Josefina. Decidí regresar al cuartito para cenar y dormirme temprano, mejor seguiría al otro día en la mañana a buscar en los lugares que me faltaban, también quería preguntar por esos otros sitios de los que me había hablado la señorita de la tienda.
Llegué a cenar y como me había dicho, entre los comensales, estaba la chica menudita, se llamaba Mercedes pero le decían Meche. Estaba estudiando inglés y quería ser recepcionista de un hotel importante.
–El Flamingos me sentaría bien –dijo con entusiasmo.
Le pregunté qué hacía una chica joven sola en esta ciudad, que si no extrañaba a su familia, que si no le daba miedo. Su respuesta fue una sonrisa amable y un rápido cambio de tema.
–Entro a trabajar a las 12, si quiere le puedo ayudar a buscar a su hermana. Nos vamos temprano y lo llevo a los sitios que no son muy conocidos. En la tarde usted puede ir a los otros que le faltaron de por acá del centro. Eso sí, me tendrá que invitar a almorzar. ¿Le alcanzará para eso?
Sí me alcanzó, y después de visitar tres lugares y no hallar a Josefina, almorzamos y platicamos de nuestros gustos. Nos dimos cuenta que eran diferentes, como si adrede opináramos lo contrario de cada uno de los temas que hablábamos. Y sin embargo coincidimos en otros y sentimos empatía de inmediato.
Así fue como Meche entró en mi vida o yo entré en la suya. Esos días fueron fabulosos. Al atardecer volví a disfrutar cómo el sol se ocultaba al final de ese mar infinito.
Ni esa mañana, ni tampoco esa tarde encontré a Josefina. Al tercer día ya había entendido que no la encontraría. Llamé a León y mi mamá me dio una noticia inesperada: Josefina estaba allá, se había escondido en la casa de una amiga, nunca se había ido con el novio. Solo había querido fastidiarme como lo haría varias veces, quería demostrar que no haría lo que yo dijera. Saberlo me molestó pero también me dio tranquilidad. Meche me ayudó a pasar el coraje. El giro también movió mis planes. Decidí quedarme algunos días de vacaciones en Acapulco. Meche me acompañaría y yo estaba feliz por eso. Estaría el fin de semana. Le dije a Meche lo que había ocurrido y también le platiqué mis planes.
-¿Y por qué se queda? -me preguntó.
-Me gusta el sol de aquí, me gusta la playa, me gusta el mar y la verdad es que también me gusta usted.
-¿Yo?
-Sí, usted, me gusta, es muy bonita.
Me explicó que a esa ciudad llegaban muchos turistas que buscaban amores fáciles y pasajeros. Nada serio.
-Todos te quieren marear con palabras bonitas y muchas promesas, luego se van y jamás los volvemos a ver.
-Pero yo no soy así.
-¿De veras?
No fue necesario insistir. Meche entendió que yo era sincero y en el acto me abrió su corazón. Yo era muy joven y algún encanto y sinceridad también encontró en mí. Meche descansaba entre semana, los jueves, y ese jueves disfruté su compañía todo el día. Me preguntó si alguna vez me había subido a un barco, le dije que no, que nunca en mi vida, yo era un hombre de tierra, allí había nacido y crecido. Confesé, con cierta vergüenza, que en este viaje había visto el mar por primera vez. Me llevó a un barco que hacía un recorrido por la bahía. Fue encantador. De pronto me sentí como un marinero, como un hombre de mar acostumbrado a su olor, a regodearse con su viento, a ver el agua sin miedo. Me sentí navegante, aventurero y pirata viendo cómo la proa se abría camino. La experiencia se acentuó y se multiplicó con la presencia de Meche, su sonrisa me acariciaba, sus ojos me motivaban, sus palabras me alegraban como nunca antes lo había sentido. También fuimos a la Quebrada, vimos a los clavadistas tirarse de aquellos peñascos, envidié su valor, la altura y esa forma de retar al mar y su fuerza. Cuando no estaba con Meche, aproveché para irme a la playa y entrar al agua. Entendí el simple placer de jugar con las olas, me sumé a la algarabía colectiva, mi felicidad le daba belleza a todo. También caminé en compañía del mar. Había comprado alguna ropa acorde con el lugar y la actividad, y para estar limpio cuando acompañara a Meche.
En la noche del jueves, bajo una luna llena, decidí de repente que debía darle un beso. Ella lo aceptó con gusto. A pesar de mi timidez había aprendido a besar con un par de novias fugaces. No era un Don Juan ni sabía mucho del tema, pero ella me ayudó a convertir ese beso en algo muy dulce.
El mar me atrapó, el mar me cautivó y Meche también. De repente ya había olvidado todo: a Josefina, a mis hermanas, a mi madre y al trabajo. Pero no pude evitar hablar a León para anunciar mis planes; le dije a mi mamá que había decidido tomar unos días de descanso. Mi permiso terminaba el lunes, pero le pedí a mi mamá que me enviara dinero en un giro telegráfico, y le dijera a mi jefe que yo tenía algún problema en Acapulco y tendría que estar acá otra semana, que tomaría las vacaciones que me debían. 
Es curioso, después de una semana tenía claro qué futuro quería; le propondría matrimonio a Meche y viviríamos en León con mi familia. Así de simple. Arreglaríamos todo y nos casaríamos de inmediato. Como fuera no importaba. Lo relevante es que estaríamos juntos, tendríamos hijos y seríamos una familia feliz. Meche había llegado a mi vida para siempre y yo lo sabía. El domingo, cuando salió de su trabajo, le pedí que se casara conmigo. Meche se asustó primero, luego sonrió descontrolada. Ella sabía que nuestro destino era ése, casarnos. Yo también lo sabía, no tenía duda de que era la mujer de mi vida. Concluí que antes de casarnos debía ir a León a arreglar algunos asuntos. Por lo menos tendría que ver dónde nos quedaríamos. Habría que hacer algunos arreglos en la casa. Pintar mi habitación, convertirla en un agradable nidito de amor. Tendría que comprar una cama. No sé. Meche me dijo que estaba bien, que ella también tenía que ver algunas cosas. Aclaró que tenía sus papeles y podría casarse en cualquier momento. ¿Y su familia? Yo lo veo, no te preocupes. No había felicidad más grande en el mundo que la mía. Iba a ser el esposo de la mujer más hermosa del mundo.
Me fui a León con muchas ilusiones, les conté lo que había pasado (lo de Josefina ya no tuvo importancia). Llevaba una foto de Meche, era una foto de esas que le tomaban entonces a la gente cuando iba caminando. Vamos platicando agarrados de la mano y nos vemos a los ojos, al fondo se alcanza a ver algo del mar.
-Miren, ella es Meche, con ella me voy a casar.
Mi mamá dijo que era muy bonita y se puso a llorar. Sabía que mi decisión de alguna manera afectaría mi compromiso con la familia. Aunque mi mamá tenía un pequeño negocio, mi apoyo era crucial.
Después de quince días ya había arreglado todo. Mi habitación, la que sería nuestra, se veía digna y dispuesta. Había reservado una fecha en la iglesia y en el registro civil, y tenía todos los requisitos que debía cumplir en las dos ceremonias. Mi mamá dijo que haríamos una pequeña fiesta, mataríamos un puerco y serviríamos carnitas. Mandé un telegrama a Meche para recordarle qué día estaría en Acapulco para ir por ella. Fue a mediados de junio del 66 cuando me dispuse a ir por la que sería mi esposa. Caía uno de esos aguaceros tropicales que parecen del fin del mundo cuando llegué a la casa de huéspedes. Doña Reina me recibió con cara de preocupación. Meche no estaba, se había ido para Mchoacán por algo importante que había pasado.
-¿Pero cuándo se fue?
-Hace una semana y no sé nada de ella, pensé que se había comunicado o que estaba con usted. Aquí dejó la mayor parte de sus cosas.
-Ella sabía que yo vendría hoy, debe estar por llegar, no se preocupe. Estoy seguro de que ya viene –dije seguro.
-¿Usted sabe dónde vive allá en Michoacán?
A mí me había dicho que era de Morelia, pero no estaba seguro si era justamente de la ciudad de Morelia o de algún lugar cerca de allí. Pregunté en la tienda si conocían su dirección de Michoacán, pero nadie sabía nada ni pudo decirme nada.
La esperé esa tarde y todo el siguiente día. Me quedé hasta el domingo. No llegó. El mar, la playa, la luna, los atardeceres, todo eso que tanto me había gustado ahora me parecían tristes y molestos porque me hacían recordarla y lo sufría. El domingo regresé a León. Pero antes le pedí a doña Reina que cuando llegara le dijera que se comunicara de inmediato conmigo, para que le enviara dinero y se fuera a León. El lunes llamé y nada; el martes llamé y nada, y así me la pasé esa semana y la otra. Creí que el problema que tenía Meche era muy grande y por eso no había tenido oportunidad de comunicarse conmigo. Pero conforme pasaron los días comencé a dudarlo. Se me ocurrió ir a la policía local. Me dijeron que el problema era responsabilidad del Ministerio Público de Acapulco. Fui allá, pero no quisieron hacer nada, únicamente se burlaron de mí:  “Ay, amigo, lo dejaron ahora sí que vestido y alborotado”.
Había pasado un mes de la fecha convenida y a todos les extrañaba la conducta de Meche, ella era diferente. Doña Reina limpió el cuarto que tenía Meche y metió sus cosas en una caja. Revisó todo y no había nada que indicara dónde podíamos localizarla. No obstante, no quise dejar las cosas así. También fui a Morelia a buscarla. Fui a la policía y a los hospitales y no encontré nada. No sabía qué más podía hacer y regresé a León con las manos vacías. Pero aún así algo me decía que pronto todo se aclararía y Meche y yo nos casaríamos. Yo estaba seguro de que algo malo le había pasado, ya entonces se escuchaba todo tipo de cosas que les hacían a las mujeres.
Mi único contacto con Meche ahora era doña Reina. Seguí llamándola. Primero una vez por semana, después cada quince días, después cada mes y luego cada vez que me acordaba. Así hasta que con los años me fui desprendiendo de Meche. Un día me casé con quien no debía y me divorcié al poco tiempo. Luego tuve una novia con quien no pude tener hijos propios, aunque me hice padrastro de varios. Ahora una de esas me ve, quizá por lástima, tal vez por cariño.
Un poco después de mi divorcio un día recibí una carta de doña Reina, la envió a León, aunque yo ya vivía en el Distrito Federal. La carta me informa de Meche. “Estaba despidiendo a mi nuera, que se iría a México a visitar a su familia, cuando noté algo familiar en una mujer que venía con sus dos hijas y su esposo. También ellos iban al DF. Me pareció reconocer a Meche y le pregunté. ¿Meche, eres tú? Ella sonrió y me dijo sí. Esta es mi familia. Me presentó a su esposo. Tiene dos hijas muy bonitas que se parecen mucho a ella. No pudimos conversar, pero sí le pregunté qué había pasado, le dije que la habíamos buscado mucho, que nos preocupó la forma en que desapareció, no mencioné su nombre, sólo subrayé el habíamos. Sentí que se incomodó. No había tiempo, el camión ya casi salía. Me pidió mi dirección y prometió escribirme. Un día recibí su carta. Se disculpaba por lo que había ocurrido. Me pidió que la perdonara por las preocupaciones que había ocasionado. Su familia le había avisado que su hijo estaba muy grave, porque entonces ella tenía un hijo que cuidaba su madre. Ella lo había abandonado para irse al DF, y terminar en Acapulco –ella, sí, ella, nuestra dulce Meche-. El niño murió. Ella se sintió culpable y no tuvo ánimo para regresar. No sabía cómo tomaría usted todo esto. Prefirió olvidar el asunto y quedarse en Michoacán. Allá se casó y tuvo familia”.
En mi vida casi no he visitado al mar. Todavía recuerdo el mar de Acapulco y a la Meche de entonces. Es cierto, quién sabe si el que yo era entonces se hubiera querido casar con ella. Yo buscaba una chica pura y muy transparente. Y ella lo parecía. Hubiera preferido alguna explicación más dramática, no sé, distinta, de acuerdo con mi enamoramiento.
Esa tarde del día que habíamos sepultado a Josefina puse la factura en la caja de los malos recuerdos y encontré de nuevo la odiosa carta. Sin embargo la volví a leer con un empeño autodestructivo. Me sentí más nostálgico y solo en ese departamento donde estaba encerrado. He visto morir a muchos conocidos y amigos. Ya se adelantaron mis padres, mis tíos, mi primo Ernesto, ya se fue mi compadre Julián, mi prima Raquel, Carlos, Toñita y mucha gente que sólo a mí me dice algo. Todos se han ido de la noche a la mañana.

La furia de una tormenta mojó esa tarde y aplacó un poco las prisas que traen loca a la gente. Una lluvia similar me sorprendió el día que llegué a la casa de huéspedes de doña Reina y me enteré de que Meche no me estaba esperando.

*Tercer lugar (Distrito Federal) del concurso El Viejo y el Mar 2013, .

lunes, 3 de junio de 2013

Contractura en el corazón, de Carmen Saavedra


CONTRACTURA EN EL CORAZÓN// Carmen Saavedra



Habita en mí
el sinsabor de los viajes cancelados
las espinas de lo que sobra
falta o no deseo

Una oscura navaja
se clava en el fondo de mi garganta
cuando me duele nombrar la miseria

Clausuro
una a una
las posibilidades del amor falacia
pero cultivo minuciosamente la ternura
(desde el borde del precipicio)

nadie descubre mi contraseña y sinónimo
y me duele el cuerpo de no usarlo
el corazón enferma y se contractura

por ello invento plegarias emergentes
caminos para no perderme

y digo que mañana seguiré escribiendo
mañana volveré a creer, a ser niña

Lo prometo
me lo prometo