MECHE Y EL MAR*
José
Saucedo Rivera
Esa
tarde veía la calle desde mi aparador del mundo. La gente se trasladaba con
prisas, los autos corrían llevados por conductores estresados, las tiendas
tenían abiertas sus puertas, la gente compraba y hacía tratos. Había propósitos
y despropósitos desconocidos, había movimiento, vida, un alboroto que me gusta,
que me llena de ánimo a pesar de oponerse a mi propia inmovilidad. Pero yo estaba triste y
pensaba obsesivamente en la muerte. Algunas horas antes habíamos sepultado a
Josefina y su fallecimiento me traía reflexiones inútiles. Yo también era
viejo. El fin también me rondaba. A mis años morir es algo bien visto que puede
ocurrir en cualquier momento. A nadie le extrañaría. Sería una pena si yo fuera
joven, pero así, tan viejo, es de lo más normal y esperado. Uno ya está al
final de la cadena, sorteando achaques con la mejor cara y con esperanza, quizá
triste y solo –solo sobre todo–, pero conforme de seguir en este mundo. En eso
estaba cuando recordé que tenía que volver a la caja de madera donde guardo los
momentos desagradables de mi vida, cosas que procuro alejar de mi mente, para
mi tranquilidad y para evitar depresiones peligrosas. En la caja hay objetos
diversos: papeles, fotos, algunos boletos, el diente que me rompieron por puro
gusto en un asalto al que no opuse ninguna resistencia, cosas de apariencia
inocua pero que conservo. ¿Por qué? No puedo explicar muy bien las razones. Sé
que son parte de mi historia y me cuesta deshacerme de ellos. El asunto es
medio simbólico. Cuando pongo algo en esa caja siento como que lo olvido, me
hago de esa idea con terquedad y funciona como una terapia moderna para
sobrellevar la existencia. En esto hay cierta contradicción, pero perdónenme, a
veces despierto más aturdido que un viejo, ja, pero después me vienen
pensamientos tan lúcidos que yo mismo me asombro de mi capacidad y de los
recuerdos tan frescos y vivos que aún tengo y que todavía me sacan las
lágrimas. El problema es cuando regreso a la caja para depositar otro recuerdo
desagradable. Como esa noche que debía guardar allí la factura de la capilla
donde se velaron los restos de Josefina. Un gesto solidario para la familia, mi
pequeña contribución de hermano en un escenario devastador y con los hijos derrumbados:
Pepe como sonámbulo, Lilia sin parar de llorar y Mela tan ensombrecida que no sé
cómo se ha hecho cargo de todo. Yo me congelé viendo como una estatua los
pormenores. Ha sido terrible. Josefina, hermana querida –retumbaba en mi
pensamiento esa tarde– , perdóname por haberte hecho alguna vez la vida
imposible. Fuimos muy cercanos en una época, jugamos, reímos: ella, aunque era
apenas dos años mayor que yo, me cuidaba como una madre; y yo, después de que
faltó mi papá, me volví el hombre de la casa y me responsabilicé seriamente por
su futuro y el de mis otras hermanas. Me prometí que a todas las casaría de
blanco, como Dios manda, para que fueran mujeres respetables y felices. Así
debía ser y así sería. Por eso, cuando Josefina se escapó con el novio, me
volví loco y fui a buscarla. Sabía que estaba en Acapulco como parte de una
excursión que habían organizado en la escuela. No la había dejado ir, ¿cómo iba
ir sola?, y con hombres entre los que estaba el novio que la traía atarantada,
qué dirían los vecinos, la familia, qué ejemplo para sus hermanas. Cuando se
fue sin mi autorización no lo pensé mucho. Saqué de inmediato un permiso en el
trabajo y fui por ella. Se le aparecería el diablo, me decía, mientras viajaba
a la famosa ciudad que nunca había visitado, a la playa que nunca había visto,
al mar que no estaba ni en mis oídos, ni en mis ojos, ni en mi olfato. De León
me fui a México y de allí a Acapulco. El viaje se me hizo largo, la ansiedad me
comía la calma. Cuando llegué, aquella ciudad me pareció más cosmopolita de lo
que esperaba, había edificios que me parecieron gigantescos, y tanto extranjero
y mujeres bellas a quienes no intimidaba el sol infernal y el calor que todo lo
derretía. Me acuerdo que traía en el brazo un abrigo enorme que allí me hacía
parecer ridículo, a eso sumen el saco y la corbata. No sé en qué pensaba cuando
me vestí tan elegante para ir a la playa. Acomodé los estorbos en mi brazo. Por
fortuna no llevaba maleta. Sabía que llegaría, me llevaría a Josefina y
regresaríamos enseguida. El taxi que tomé en la estación me dejó en un hotel modesto
del que no recuerdo su nombre, pero que no estaba cerca de la playa. Se dio el primer
revés a mis planes, no se habían hospedado allí como me habían dicho. Seguro
habían buscado un mejor sitio. Cuando bajé del lugar, vi el mar por primera vez
y enseguida me fascinó su inmensidad y belleza, su azul me impresionó como
nunca había pensado, fue un imán del que no pude sustraerme, me acerqué a él, y
en Caleta lo vi de cerca. Me presenté como un amigo nuevo. Mucho gusto olas
suaves, un placer agua en movimiento, encantado brisa fresca. La arena pegajosa
ensució mis zapatos boleados y el dobladillo de mis pantalones de lana.
Permanecí un buen rato en la playa hipnotizado por el espectáculo de la
naturaleza. Recorrí el lugar muy despacio, escuchando, oliendo, viendo esa agua
que divertía a la gente. La despreocupación reinaba en el lugar y yo era un ser
raro que se había escapado de un circo. Subí a la costera y entré a una tienda
de recuerdos y artesanías que anunciaba también el servicio de llamadas de largas
distancias. Llamé a León para saber si allá tenían alguna noticia. Dejé un
recado con don Pancho, el farmacéutico que tenía su negocio a dos cuadras de mi
casa y que era el único con teléfono en el vecindario. En un rato volvería a
llamar mientras iban a darle el recado a mi madre. Curioseé por los anaqueles.
Una empleada muy bonita, menudita, blanca y con unos chapetes muy naturales me
ofreció ayuda.
–Nada más estoy viendo –le dije.
–Ah, ¿viene de México? –dijo poniendo atención en el
saco y el abrigo que llevaba en el brazo.
Noté la mirada y dije sí, sin ganas de entrar en detalles.
–¿Y dónde se hospeda?
–En ningún lado. Creo que me iré en la noche –aclaré y
empecé a hablar de más, los ojos brillantes y enormes de la chica me animaron a
confesar por lo que estaba pasando–. Busco a mi hermana. Anda aquí de paseo.
Pero no sé en cuál hotel está. Buscaré entre todos hasta encontrarla. Esta
ciudad no es muy grande.
–Sí, tiene razón, Acapulco es pequeño, pero aún así no
creo que termine tan pronto. Quizá ocupe lo que queda de hoy y mañana para
revisar todos los hoteles. Pero le aclaro que también hay casas de hospedaje y
zonas de acampar. Algunos, para ahorrarse dinero se van a las orillas, rentan
bungalows. No veo la tarea tan fácil. Debería ir pensando dónde quedarse.
Agradecí la ayuda y la sugerencia y volví a llamar a
León. Don Pancho me pasó a mi mamá. Josefina no había regresado y no sabían
nada de ella. Mis hermanas iban a investigar entre quienes conocían dónde
estaban hospedados, tendría que llamar más tarde.
–Creo que sí tendré que buscar dónde quedarme –le dije–.
¿Usted me recomienda algún lugar?
–Pues hay muchos, depende lo que quiera gastar.
–No mucho –dije un poco apenado–, no sé cuánto tendré
que estar por acá, además las comidas y algunas cosas que tendré que comprar,
no traje nada, más que esta ropa inapropiada para este calor.
–Tiene suerte. Yo vivo con una familia que renta unos
cuartitos económicos cerca y hoy se ha desocupado uno. Está limpio, aunque es
chiquito y no tiene baño. Hay uno para todos. Le voy a dar la dirección,
pregunte por doña Reina. En esa calle la conocen todos. Así que si se pierde
nomás diga su nombre. Si se decide por este lugar allá lo veo en la noche, yo
llego a cenar como a las siete y media. Si quiere, la señora se lo renta con
comidas incluidas.
Le dije que sí iría y le agradecí la ayuda. No fue
difícil encontrar el lugar y arreglarme con la dueña. Pagué esa noche y dejé
mis cosas. Recorrí todos los lugares que pude a lo largo de la Costera. Creo
que terminé con todos y no encontré a Josefina. Decidí regresar al cuartito
para cenar y dormirme temprano, mejor seguiría al otro día en la mañana a
buscar en los lugares que me faltaban, también quería preguntar por esos otros sitios
de los que me había hablado la señorita de la tienda.
Llegué a cenar y como me había dicho, entre los
comensales, estaba la chica menudita, se llamaba Mercedes pero le decían Meche.
Estaba estudiando inglés y quería ser recepcionista de un hotel importante.
–El Flamingos me sentaría bien –dijo con entusiasmo.
Le pregunté qué hacía una chica joven sola en esta
ciudad, que si no extrañaba a su familia, que si no le daba miedo. Su respuesta
fue una sonrisa amable y un rápido cambio de tema.
–Entro a trabajar a las 12, si quiere le puedo ayudar
a buscar a su hermana. Nos vamos temprano y lo llevo a los sitios que no son
muy conocidos. En la tarde usted puede ir a los otros que le faltaron de por
acá del centro. Eso sí, me tendrá que invitar a almorzar. ¿Le alcanzará para
eso?
Sí me alcanzó, y después de visitar tres lugares y no
hallar a Josefina, almorzamos y platicamos de nuestros gustos. Nos dimos cuenta
que eran diferentes, como si adrede opináramos lo contrario de cada uno de los
temas que hablábamos. Y sin embargo coincidimos en otros y sentimos empatía de
inmediato.
Así fue como Meche entró en mi vida o yo entré en la
suya. Esos días
fueron fabulosos. Al atardecer volví a disfrutar cómo el sol se ocultaba al
final de ese mar infinito.
Ni esa mañana, ni tampoco esa tarde encontré a
Josefina. Al tercer día ya había entendido que no la encontraría. Llamé a León
y mi mamá me dio una noticia inesperada: Josefina estaba allá, se había
escondido en la casa de una amiga, nunca se había ido con el novio. Solo había
querido fastidiarme como lo haría varias veces, quería demostrar que no haría
lo que yo dijera. Saberlo me molestó pero también me dio tranquilidad. Meche me
ayudó a pasar el coraje. El giro también movió mis planes. Decidí quedarme
algunos días de vacaciones en Acapulco. Meche me acompañaría y yo estaba feliz
por eso. Estaría el fin de semana. Le dije a Meche lo que había ocurrido y
también le platiqué mis planes.
-¿Y por qué se queda? -me preguntó.
-Me gusta el sol de aquí, me gusta la playa, me gusta
el mar y la verdad es que también me gusta usted.
-¿Yo?
-Sí, usted, me gusta, es muy bonita.
Me explicó que a esa ciudad llegaban muchos turistas
que buscaban amores fáciles y pasajeros. Nada serio.
-Todos te quieren marear con palabras bonitas y muchas
promesas, luego se van y jamás los volvemos a ver.
-Pero yo no soy así.
-¿De veras?
No fue necesario insistir. Meche entendió que yo era
sincero y en el acto me abrió su corazón. Yo era muy joven y algún encanto y
sinceridad también encontró en mí. Meche descansaba entre semana, los jueves, y
ese jueves disfruté su compañía todo el día. Me preguntó si alguna vez me había
subido a un barco, le dije que no, que nunca en mi vida, yo era un hombre de
tierra, allí había nacido y crecido. Confesé, con cierta vergüenza, que en este
viaje había visto el mar por primera vez. Me llevó a un barco que hacía un
recorrido por la bahía. Fue encantador. De pronto me sentí como un marinero, como
un hombre de mar acostumbrado a su olor, a regodearse con su viento, a ver el
agua sin miedo. Me sentí navegante, aventurero y pirata viendo cómo la proa se
abría camino. La experiencia se acentuó y se multiplicó con la presencia de
Meche, su sonrisa me acariciaba, sus ojos me motivaban, sus palabras me
alegraban como nunca antes lo había sentido. También fuimos a la Quebrada,
vimos a los clavadistas tirarse de aquellos peñascos, envidié su valor, la
altura y esa forma de retar al mar y su fuerza. Cuando no estaba con Meche, aproveché
para irme a la playa y entrar al agua. Entendí el simple placer de jugar con
las olas, me sumé a la algarabía colectiva, mi felicidad le daba belleza a todo.
También caminé en compañía del mar. Había comprado alguna ropa acorde con el
lugar y la actividad, y para estar limpio cuando acompañara a Meche.
En la noche del jueves, bajo una luna llena, decidí de
repente que debía darle un beso. Ella lo aceptó con gusto. A pesar de mi
timidez había aprendido a besar con un par de novias fugaces. No era un Don
Juan ni sabía mucho del tema, pero ella me ayudó a convertir ese beso en algo
muy dulce.
El mar me atrapó, el mar me cautivó y Meche también.
De repente ya había olvidado todo: a Josefina, a mis hermanas, a mi madre y al trabajo. Pero no
pude evitar hablar a León para anunciar mis planes; le dije a mi mamá que había
decidido tomar unos días de descanso. Mi permiso terminaba el lunes, pero le
pedí a mi mamá que me enviara dinero en un giro telegráfico, y le dijera a mi
jefe que yo tenía algún problema en Acapulco y tendría que estar acá otra semana,
que tomaría las vacaciones que me debían.
Es curioso, después de una semana tenía claro qué
futuro quería; le propondría matrimonio a Meche y viviríamos en León con mi
familia. Así de simple. Arreglaríamos todo y nos casaríamos de inmediato. Como
fuera no importaba. Lo relevante es que estaríamos juntos, tendríamos hijos y
seríamos una familia feliz. Meche había llegado a mi vida para siempre y yo lo
sabía. El domingo, cuando salió de su trabajo, le pedí que se casara conmigo.
Meche se asustó primero, luego sonrió descontrolada. Ella sabía que nuestro
destino era ése, casarnos. Yo también lo sabía, no tenía duda de que era la
mujer de mi vida. Concluí que antes de casarnos debía ir a León a arreglar
algunos asuntos. Por lo menos tendría que ver dónde nos quedaríamos. Habría que
hacer algunos arreglos en la casa. Pintar mi habitación, convertirla en un
agradable nidito de amor. Tendría que comprar una cama. No sé. Meche me dijo
que estaba bien, que ella también tenía que ver algunas cosas. Aclaró que tenía
sus papeles y podría casarse en cualquier momento. ¿Y su familia? Yo lo veo, no
te preocupes. No había felicidad más grande en el mundo que la mía. Iba a ser
el esposo de la mujer más hermosa del mundo.
Me fui a León con muchas ilusiones, les conté lo que
había pasado (lo de Josefina ya no tuvo importancia). Llevaba una foto de
Meche, era una foto de esas que le tomaban entonces a la gente cuando iba
caminando. Vamos platicando agarrados de la mano y nos vemos a los ojos, al
fondo se alcanza a ver algo del mar.
-Miren, ella es Meche, con ella me voy a casar.
Mi mamá dijo que era muy bonita y se puso a llorar.
Sabía que mi decisión de alguna manera afectaría mi compromiso con la familia.
Aunque mi mamá tenía un pequeño negocio, mi apoyo era crucial.
Después de quince días ya había arreglado todo. Mi
habitación, la que sería nuestra, se veía digna y dispuesta. Había reservado
una fecha en la iglesia y en el registro civil, y tenía todos los requisitos
que debía cumplir en las dos ceremonias. Mi mamá dijo que haríamos una pequeña
fiesta, mataríamos un puerco y serviríamos carnitas. Mandé un telegrama a Meche
para recordarle qué día estaría en Acapulco para ir por ella. Fue a mediados de
junio del 66 cuando me dispuse a ir por la que sería mi esposa. Caía uno de
esos aguaceros tropicales que parecen del fin del mundo cuando llegué a la casa
de huéspedes. Doña Reina me recibió con cara de preocupación. Meche no estaba, se
había ido para Mchoacán
por algo importante que había pasado.
-¿Pero cuándo se fue?
-Hace una semana y no sé nada de ella, pensé que se
había comunicado o que estaba con usted. Aquí dejó la mayor parte de sus cosas.
-Ella sabía que yo vendría hoy, debe estar por llegar,
no se preocupe. Estoy seguro de que ya viene –dije seguro.
-¿Usted sabe dónde vive allá en Michoacán?
A mí me había dicho que era de Morelia, pero no estaba
seguro si era justamente de la ciudad de Morelia o de algún lugar cerca de allí.
Pregunté en la tienda si conocían su dirección de Michoacán, pero nadie sabía
nada ni pudo decirme nada.
La esperé esa tarde y todo el siguiente día. Me quedé
hasta el domingo. No llegó. El mar, la playa, la luna, los atardeceres, todo
eso que tanto me había gustado ahora me parecían tristes y molestos porque me
hacían recordarla y lo sufría. El domingo regresé a León. Pero antes le pedí a
doña Reina que cuando llegara le dijera que se comunicara de inmediato conmigo,
para que le enviara dinero y se fuera a León. El lunes llamé y nada; el martes
llamé y nada, y así me la pasé esa semana y la otra. Creí que el problema que
tenía Meche era muy grande y por eso no había tenido oportunidad de comunicarse
conmigo. Pero conforme pasaron los días comencé a dudarlo. Se me ocurrió ir a
la policía local. Me dijeron que el problema era responsabilidad del Ministerio
Público de Acapulco. Fui allá, pero no quisieron hacer nada, únicamente se
burlaron de mí: “Ay, amigo, lo dejaron
ahora sí que vestido y alborotado”.
Había pasado un mes de la fecha convenida y a todos
les extrañaba la conducta de Meche, ella era diferente. Doña Reina limpió el
cuarto que tenía Meche y metió sus cosas en una caja. Revisó todo y no había
nada que indicara dónde podíamos localizarla. No obstante, no quise dejar las
cosas así. También fui a Morelia a buscarla. Fui a la policía y a los
hospitales y no encontré nada. No sabía qué más podía hacer y regresé a León
con las manos vacías. Pero aún así algo me decía que pronto todo se aclararía y
Meche y yo nos casaríamos. Yo estaba seguro de que algo malo le había pasado,
ya entonces se escuchaba todo tipo de cosas que les hacían a las mujeres.
Mi único contacto con Meche ahora era doña Reina.
Seguí llamándola. Primero una vez por semana, después cada quince días, después
cada mes y luego cada vez que me acordaba. Así hasta que con los años me fui
desprendiendo de Meche. Un día me casé con quien no debía y me divorcié al poco
tiempo. Luego tuve una novia con quien no pude tener hijos propios, aunque me
hice padrastro de varios. Ahora una de esas me ve, quizá por lástima, tal vez
por cariño.
Un poco después de mi divorcio un día recibí una carta
de doña Reina, la envió a León, aunque yo ya vivía en el Distrito Federal. La
carta me informa de
Meche. “Estaba despidiendo a mi nuera, que se iría a México a visitar a su
familia, cuando noté algo familiar en una mujer que venía con sus dos hijas y su
esposo. También ellos iban al DF. Me pareció reconocer a Meche y le pregunté. ¿Meche,
eres tú? Ella sonrió y me dijo sí. Esta es mi familia. Me presentó a su esposo.
Tiene dos hijas muy bonitas que se parecen mucho a ella. No pudimos conversar,
pero sí le pregunté qué había pasado, le dije que la habíamos buscado mucho,
que nos preocupó la forma en que desapareció, no mencioné su nombre, sólo
subrayé el habíamos. Sentí que se
incomodó. No había tiempo, el camión ya casi salía. Me pidió mi dirección y
prometió escribirme. Un día recibí su carta. Se disculpaba por lo que había
ocurrido. Me pidió que la perdonara por las preocupaciones que había
ocasionado. Su familia le había avisado que su hijo estaba muy grave, porque
entonces ella tenía un hijo que cuidaba su madre. Ella lo había abandonado para
irse al DF, y terminar en Acapulco –ella, sí, ella, nuestra dulce Meche-. El
niño murió. Ella se sintió culpable y no tuvo ánimo para regresar. No sabía
cómo tomaría usted todo esto. Prefirió olvidar el asunto y quedarse en
Michoacán. Allá se casó y tuvo familia”.
En mi vida casi no he visitado al mar. Todavía
recuerdo el mar de Acapulco y a la Meche de entonces. Es cierto, quién sabe si
el que yo era entonces se hubiera querido casar con ella. Yo buscaba una chica
pura y muy transparente. Y ella lo parecía. Hubiera preferido alguna
explicación más dramática, no sé, distinta, de acuerdo con mi enamoramiento.
Esa tarde del día que habíamos sepultado a Josefina puse
la factura en la caja de los malos recuerdos y encontré de nuevo la odiosa
carta. Sin embargo la volví a leer con un empeño autodestructivo. Me sentí más nostálgico
y solo en ese departamento donde estaba encerrado. He visto morir a muchos
conocidos y amigos. Ya se adelantaron mis padres, mis tíos, mi primo Ernesto,
ya se fue mi compadre Julián, mi prima Raquel, Carlos, Toñita y mucha gente que
sólo a mí me dice algo. Todos se han ido de la noche a la mañana.
La furia de una tormenta mojó esa tarde y aplacó un
poco las prisas que traen loca a la gente. Una lluvia similar me sorprendió el
día que llegué a la casa de huéspedes de doña Reina y me enteré de que Meche no
me estaba esperando.
*Tercer lugar (Distrito Federal) del concurso El Viejo y el Mar 2013, .