“A la cabeza”
a Alicia Reyes
Misael Rosete
Mi primer contacto con La
Capilla Alfonsina se dio al
encontrar anunciado uno de
sus talleres; recuerdo que en esa ocasión llegué a casa y abrí la puerta de una
patada, llevaba varias cosas y apenas podía ver donde ponía el pie. Me
tambaleaba, era como si bailara con ese cúmulo de objetos entre mis brazos.
Dejé todo sobre la mesa, menos una hoja,
en ella un párrafo resplandecía de entre todos los demás, éste decía: “Taller
de Creación Literaria. Permanente. Todos los Miércoles de 11:00 a 14:00 hrs.
Imparte Dra. Alicia Reyes Mota. Sin costo. Previa cita”.
Estaba feliz, desde hacía tiempo venía
buscando un taller, un sitio donde me enseñaran a escribir y en donde pudiera
aprender cosas de literatura.
En los últimos renglones de la hoja leí:
“Para cualquier información sobre las actividades, fechas y cupo de los
servicios mencionados, solicite informes al teléfono: 5515 2225”.
Tomé el teléfono y marqué. Una mujer
dijo que podría acudir sin problema alguno, tras escucharla, mi sonrisa se regó
como una mancha de tinta; estaba arreglado, ahora bastaría esperar.
El miércoles salí de casa y llegué al
lugar de la cita. Iban a dar las once. Desde lejos se alcanzaba a ver la
siguiente placa con letras doradas:
Al acercarme aún más, miré un enorme
cancel de plata. Adentro, en un jardín, un sujeto lo custodiaba. Era robusto y
de barba espesa. Vestía un traje negro y
unos lentes con dos círculos pequeños y ahumados.
Cuando mencioné el taller, desapareció
tras una puerta y a los pocos segundos regresó acompañado por una mujer, ésta
me hizo seguirla; su voz era idéntica a la del teléfono. Caminé detrás de ella
observando cómo golpeaban sus tacones.
Recuerdo llegar a un recibidor. En las
paredes había distintos marcos. Todo estaba lleno de cosas ostentosas y
contornos azules. Luego de llenar unas formas, nos metimos en un pasillo. Era
muy lindo, al final había una puerta dorada. La mujer giró la manija y entramos
a una sala bañada por luz cenital y con mezzanine. Arriba estaba un enorme
escritorio con una vidriera estirada sobre distintos libreros.
Cuadros y vastos tomos se recargaban en
las paredes como personas.
En la parte de abajo había una mesa
alargada con libros y comida de distintos tipos. Ésta era ocupada por Los Alfonsinos, todos escuchaban a la
doctora Alicia Reyes.
La persona que giró la manija apuntó con
el dedo una silla y regresó por la puerta. La miré desaparecer y me deslicé
hasta el asiento.
Tres horas más tarde salí de La Capilla y me marché a casa; tenía
ansias de llegar y escribir, en el taller, la manera de hablar de la Doctora
había servido como una provocación, me sentía desbocado, algo me empujaba a
tomar una hoja y llenarla de tinta.
Pero cuando por fin llegué y me senté a
escribir, no logré hacerlo.
En cambio, durante horas estuve trazando
enunciados que más tardaba en armar, que en releer y borrar. De cierto modo era
como si todo en mi interior estuviera enredado, como si se tratara de un enorme
renglón enraizado en mi cabeza.
Luego de varios intentos, apagué las
luces de la casa y me fui a acostar. En la cama, las sábanas suaves y cálidas
poco a poco me anestesiaron. Tras unos minutos empecé a dormir, sin embargo mi
imaginación quedó abierta como si fuera una ventana, al fondo se veían varias
gallinas andando sobre un asoleado prado; después de algunos segundos, crucé la
ventana y caminé hasta ellas. Cuando me acerqué lo suficiente, una iba a poner
un huevo.
En ese momento desperté atravesado por una
violenta sensación de hastío. Luego de arcar varias veces, vomité un líquido
espeso. La sustancia dio de lleno con la almohada. Por el olor supuse que era
huevo. Al encender la luz lo confirmé, vi la clara brillando cómo celofán y
algunas partes de la yema embarradas sobre la colcha.
Miré el reloj y tras ver la hora arrojé
un bostezo, eran las tres treinta y nueve. Quité las sábanas con cuidado y luego
las dejé en un cesto dentro del baño; de regreso cambié la cama y me enterré en
ella. Al poco tiempo volví a quedar dormido.
Desperté cansado y débil, tenía ojeras y
éstas se asentaban sobre mis ojos como si fueran manchas de mugre. Luego de
darme un baño, el cansancio se desvaneció pero las manchas echaron una fina raíz
roja sobre lo blanco de mis ojos.
Por la tarde regresé a casa y al cabo de
unos momentos llevé el cesto al lavadero. Al abrir la llave para llenar la
pileta, salió un chorro que provocó una bola de espuma. Lo miré y pensé que era
una flor de agua: el chorro era el tallo y las pequeñas burbujas los pétalos.
Cuando terminé de lavar, metí las cosas
en una tina y fui al tendedero. Sin embargo, tras tomar la primera sábana, encontré
una pequeña mancha amarilla. Me acerqué y quedé atónito, no era una mancha: eran
letras, pequeñas y tiernas letras enredadas. Sorprendido, pestañé más de una
vez y sentí descubrir parte de un suceso suprarrealista.
Recuerdo que en ese momento atardecía y
todo el sol parecía una yema anaranjada hundida en el cielo, sus rayos se
deshilaban y se enredaban entre las calles, las quemaba poco a poco hasta
hacerlas de cobre y luego de color gris.
Al anochecer, a pesar de tener el rostro
empolvado de sueño, un extraño impulso me orilló a escribir. Sucedió lo mismo de
la vez anterior salvo por esto: al cabo de varios intentos cerré los ojos y me oculté
en el silencio, luego aguanté el aire y traté de contenerlo tanto como pude.
Fue entonces que mi cabeza se puso roja y comencé a arcar, tras la primera
contracción llevé mis manos a la boca y éstas se llenaron de un espeso caldo de
baba, tras la segunda, entre un jugo blancuzco salió un objeto, al mirarlo quedé
asombrado: se trataba de un huevo.
Jalé aire con vehemencia y sentí dos
hilillos de agua escurrirme en el rostro. Mi pecho se inflaba y desinflaba. Luego
de unos segundos dejé el huevo encima de un mueble y limpié todo. Al terminar
tomé una palita y rompí el cascarón, cuando vi su contenido quedé estupefacto,
la yema era una tira de letras echa bola. Con cuidado la saqué y traté de desenredarla. Tras varios intentos
sin lograrlo se me ocurrió echarla en una hoja. El resultado fue el siguiente:
las letras se enterraron en la superficie y desaparecieron. Luego de un tiempo,
emergieron y fueron cubriendo la hoja como una planta que se va extendiendo en
un muro. Y así sucedió todo, primero se formaron palabras y luego, las palabras
se hicieron renglones. Al terminar, la hoja estaba llena de párrafos alargados.
Los leí y supe que era el texto que
quería escribir. Sonreí levemente y suspiré. El suspiro se estrelló contra la
hoja y los párrafos se menearon suavemente.
Al día siguiente volví a emplear el
mismo método. Pero esta vez realicé todo en el baño: primero cerré los ojos,
luego me concentré y finalmente el asco terminó por abrir mis labios. De allí
todo fue fácil, salvo porque al final un mareo me tumbó en la cama por varias
horas. Ya cuando sentí mejorar, tomé el huevo y lo quebré en el lavabo, llevaba
una coladera para filtrar la clara y quedarme sólo con las letras. Al echarlas
sobre otra hoja, ésta volvió a llenarse de párrafos.
Cuando anocheció sentí dominar el
procedimiento tan bien que el viernes traté de poner varios huevos. Aunque el
resultado fue satisfactorio, quedé exhausto: la mañana del sábado desperté
demacrado y con los labios tan secos y azules, que creí estar a punto de morir.
No obstante valía la pena, pues los
párrafos enmarcaban un cuento hilvanado a través de la fragmentación más pura; como
éste se encontraba a la mitad, tracé un plan para llevarlo el próximo miércoles
a La Capilla.
Pasaron los días y el martes por la noche
sólo faltaba el final del cuento; sin embargo mi condición cada vez era peor.
Por ello decidí dejar todo para la mañana siguiente y descansar; trataría de
levantarme temprano y poner el huevo antes de marcharme a La Capilla.
Desafortunadamente en la noche me costó
trabajo dormir y pasé largo rato despierto. En cierto momento recuerdo haberme
quedado observando la ventana cuando de golpe, cerré los ojos y aparecí en un
prado como el que había soñado pocos días antes.
A primera vista lucía idéntico al otro,
sin embargo no se veía gallina alguna. Al caminar por él, un viento gélido
despeinó el pasto y se estrelló sobre mi pelo. Hacía frío, parecía que iba a
llover. Tras algún tiempo alcancé a ver una gallina. Caminaba hacia ella cuando
escuché un trueno y desperté.
Abrí los ojos y vi una luz desvanecerse
en el cuarto, momentos después comenzó a llover. Al ver la hora supe que apenas
y tendría tiempo de llegar a La Capilla.
Con bastante trabajo me levanté, tomé el colador y caminé hacía el baño: me
tambaleaba, era como si bailara torpemente.
Cuando llegué, traté de sacar el huevo
pero sentí una quemazón en la boca, me palpé y descubrí sangre...
Asustado, bebí agua y escupí varias
veces.
Iba a darme por vencido cuando miré las
hojas en el escritorio y decidí no descansar hasta poner el huevo. Cerré los
ojos y aguanté la respiración. Comencé a pensar en el cuento, en su maravilloso
final. Entonces, poco a poco, las venas de mi frente se enmarcaron.
Al cabo de unos segundos salió de mi
boca un tremendo sonido con olor putrefacto: era el final que buscaba, pero no
en forma de huevo, sino más bien de eructo. Tras unos instantes jalé aire,
cerré los ojos y volví a intentarlo. Esta vez pujé con todas mis fuerzas, y no
sólo las venas de mi frente se marcaron, sino hasta comencé a ponerme rojo como
un tomate o un globo. De pronto, algo extraño sucedió: ¡A mi rostro le
empezaron a brotar plumas así como a los árboles les brotan hojas! Eran plumas
blancas y espesas…
Despavorido ante tan repentina
transformación, comencé a arrancarlas con mis manos, luego, entre una fuerte
comezón, poco a poco sentí cómo nacía arriba de mi nuca un cuello de gallina
con todo y cresta. Era increíble, mi cabeza entera se había transformado en una
espumosa gallina blanca.
Como ya era demasiado tarde para ir a La Capilla
─y tomando en cuenta las circunstancias─, caminé al espejo del baño para
ver mi aspecto (imaginaba que se veía como si hubiera metido la cabeza en el
interior de aquel ovíparo), justo cuando iba a llegar, el animal comenzó a
cacarear y a batir las alas con desesperación…
Fue entonces que me miré frente al
espejo y de entre lo más hondo de aquel plumaje, brotó un huevo…
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