Vigneron
Iván
Medina Castro
Habían pasado
varios meses desde mi gloriosa graduación con pompas y fanfarrias en la
prestigiosa escuela de enología, la Autónoma Universidad
de Garonne en Bordeaux. Y yo, aun sin una ocupación digna de un servidor a
Baco. No estaba preocupado por el dinero, pues aun me quedaba un sólido ahorro
en plata de mis comisiones en la elaboración de un rosado vulgar de los
lastimeros viñedos de Labarde que había decidido guardar de bajo del colchón. “Rouge
Petit” fue el ridículo
resultado de mis variedades mezcladas en proporciones desconocidas entre el
mosto cabernet franc y cabernet sauvignon. Un vino -dejando a trás la crítica del
triangular y ámbar envase y su deficiente carta de añada- carente de cuerpo y
nulo equilibrio en la acidez; acerbo, entre muchas otras cosas. Con toda
franqueza, un caldo -como bien diría con total propiedad mi venerado maestro de
primer semestre, monsieur Balzac–: “incorrecto”; sin embargo, pese a la
inconexión del vino, el pillo del tendero vendía en la “Dauzac ” cajas de
veinticuatro botellas como si la bebida fuese de grand cru. ¡Increíble! En verdad no sé cómo le hacía aquel carcamán
en lograr tan excelente salida a un rosado que de dominación y origen sólo daba
fe la etiqueta. Pero
eso a mi me importaba un escobajo, él me pagaba por mis conocimientos buena
guita y listo.
Mi verdadera
intranquilidad se centraba en la falta de una oferta laboral al nivel de una
persona que posee la ciencia del vino, además de ser galardonado numerosas
veces por mis infalibles fichas de cata. Desde la pasantía solicité empleo en
las tres más importantes bodegas productoras de toda Francia y quizás del
Mediterráneo: Groupement Agrícola Moncier Albert Long Depaquit, Maison Albert
Bichot y sobre todas ellas: Château Margaux. Tenía muy claro que en la
adquisición de un trabajo de tal nivel requeriría de la virtud de la paciencia,
la cual, siendo honesto carecía completamente.
Las semanas
transcurrían pesadamente y en mi teléfono ninguna llamada de las esperadas.
Estaba hecho un impaciente gorilón, ya no se me ocurrían otras actividades a
realizar además de las acostumbradas, así que aprendí a jugar ajedrez, leía
libros de temas relacionados con la bebida sagrada y ocasionalmente componía
algunos tangos para ejecutar en la guitarra. Reconozco ,
de no ser por el musée du Vin, ubicado
a dos cuadras de mi departamento, el semanario vinícola editado y publicado por
el club de gourmet vinos de gran clase y mis constantes compras de fermento de
todo el mundo estaría sumido en una crisis depresiva.
Mi economía se
esfumó antes de lo previsto y mi tacaña novia, Odred, rehusaba seguir pagando
la renta argumentando una sarta de boberías, entre las cuales, hacía mayor
reproche al popular análisis organoléptico ofrecido cada viernes en la vivienda
con algunos allegados colegas. Bajo semejante desfachatez, me vi en la
necesidad de buscar al viejo Labarde y volver a colaborar con él, sólo que esta
vez, le exigiría realizar claretes amplios de verdadera crianza con cien por
ciento variedad pinot noir del viñedo
de Chambertin, y por supuesto cesar con el timo a los consumidores, todo por la
nobleza del vino. Pues la máxima dice: ¡No hay malos vinos, sino malos
productores!
Fui al barrio
argelino y estando de frente al “Dauzac” se encontraba con las cortinas
metálicas cerradas, sucias y descuidadas, además de dejar ver enormes sellos
amarillos del ministerio de finanzas con la leyenda “clausurado”. No fue
difícil inferir que la policía comercial había pillado al bonachón en el fraude
de las etiquetas. Suerte tuve al alejarme a tiempo del señor Pierre -pensé en
mis adentros- e inmediatamente me fui de aquel sitio, pues no quería
involucrarme y volver a ser fichado.
Cabizbajo, de
regreso a casa, decidí bajar del metro a cuatro paradas antes de la
correspondiente estación para poder meditar y quizás al andar vislumbrar alguna
solución, o mejor aun, una buena excusa para Odred y así convencerla de pagar la mensualidad. Tomé
camino por la avenida central De Gaulle –la arteria comercial más bella de
París- y al kilómetro de mi andar me encontré con la inauguración de un lujoso
restaurante de comida Madrileña. Me llevé la sorpresa de mi vida, necesitaban
urgentemente cubrir el puesto de sommelier pues repentinamente el tipo a quien se le asignó el cargo regresó a su
tierra. Yo estaba hecho un incrédulo. Hablé con el gerente, presenté mis cartas
de recomendación y sin basilar acepté la posición. El empleo
resultaba interesante, el restaurante gozaba de una gran variedad de los más
famosos vinos españoles, lo que me ayudaría a ahondar en mi laxo conocimiento
sobre los caldos ibéricos. Al mes de laborar ya estaba harto, me sabía de
memoria toda la cava del lugar, la cual, por cierto, me prohibieron degustar,
me tenían trabajando horas extras sin paga y el sueldo era raquítico.
Tomé la decisión de presentarme a mi faena
por última vez ya que se decantarían unas botellas de vino blanco de Navarra
Gran Reserva de los viñedos de Irache de 1945, un excepcional año, un deleite a
experimentar. Todo trascurría con una tranquilidad oportuna permitiéndome
escuche detrás de mí la conversación acalorada de dos elegantes caballeros
portugueses discutir sobre el exorbitante monto dispuestos a pagar por poseer
en sus manos el envase premier grand cru
classé Château Margaux subastado en la mansión Gironde de
París el día de mañana.
Gracias a mis
habilidosas manos estaba en primera fila, sentado en una de las cómodas y
exclusivas butacas de la
Gironde. Siguiendo con la puntualidad del programa, se presentó
imponente ante nuestra incrédula mirada una de las dos raras botellas con fecha
de 1771 en perfecto estado, halladas dentro de uno de los féretros de las
catacumbas bajo los escombros de un templo católico romano. El monto al
comenzar la subasta fue de cincuenta mil euros, y así, sucesivamente aquel
manjar iba incrementando su antigüedad en oro. Súbitamente, desconcertando a
los asistentes, una falla eléctrica extinguió la iluminación por escasos
minutos siendo aprovechado por mi impulso a la posesión de codiciado tesoro.
Abrí tanto como pude los ojos para captar el más ligero haz de luz en el salón
y tras algunos tropezones me acerqué tanto como creí prudente al podium, estiré
mis brazos temblorosos sosteniendo como pude el áspero envase y cuando sentí
tenerla salí pronto del recinto sin ninguna complicación. Había sido todo un
triunfo.
En la seguridad de
mi hogar, contemplé absorto por algunos días la botella, analicé su carta de
añada e investigué todo lo referente a tan magnífico y único ejemplar, hasta
decidir finalmente degustar su caldo revitalizante como si se tratase del
elixir de la vida.
Descorché con ansia el acerado corcho y sutil delicia, un
extaciante aroma emanó cual genio benefactor impregnándose por doquier. Mis
frustraciones desaparecieron a tan alborozada felicidad. Preparé unas copas de
vino de cristal cortado -pulcramente pulidas-, que a la merced de la uniforme
luminosidad diáfana del sol, observé maravillado tan intensos destellos de un
matiz rojo ocre. Llevé a mis belfos el arterciopelado líquido e ingerí hasta la
última gota, saciado al lograr la catarsis, me encerré en mi alcoba y noté
parpadear la fuerte ráfaga roja en la máquina de mensajes, presioné el botón
para escuchar mis recados y claramente una apacible voz bacante decía: “Garçon Louis Combes, se le invita a
concertar lo más pronto posible una entrevista con la directora de recursos
humanos de Château Margaux”, me acosté en la cama y dormí profundamente con la
bendición de Dionisio.
A la semana del
exitoso robo en la Gironde, el periódico “Le
monde” en su primera plana anunciaba el hallazgo del criminal quien fuera
encontrado muerto en su lecho. En entrevista exclusiva con la dueña de los
vidueños de Château Margaux, Corinne Mentzelopoulos, nos confirmó sobre el fuerte
contenido en arsénico de los dos vinos subastados, ya que de acuerdo al último
informe antropológico de los cuerpos encontrados dentro de los ataúdes, una
muerte comunal se había desarrollado en la abadía producto al consumo del vino.
imc_grozny@yahoo.com
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