No me olvidarás
Artemio Saúl Castro Arvizu Ericast
A
media noche tres camiones se desviaron cien metros adentro de aquel paraje
solitario. Una excavadora preparó la fosa y para dar tiempo, un cinturón de
seguridad evitó la presencia de vehículos, civiles u algún encapuchado armado.
En la selva lacandona los pinos hicieron sombra y la consigna se llevó acabo.
Los soldados bajaron los bultos negros a toda prisa. Pero un bulto no cerró por
completo. Abel se acercó y alumbró con su lámpara el contenido: era un niño
indígena tzotzil, de casi diez años, paliacate rojo al cuello e hilos de sangre
del orificio en su frente; sus ojos, aún abiertos, parecían mirar de forma
directa y sin temor. Dos segundos bastaron para que esa mirada penetrara más
explosiva que una ojiva, a incrustarse en la culpa de forma expansiva; la cual
bajo la oscura complicidad gritaba sin pedir compasión ni perdón: ¡Tú, no me
olvidará! En dos segundos ese pequeño fantasma se transfirió a la memoria del
testigo castrense.
Dos semanas después, el 22 de
diciembre de 1997, suscitó aquella anunciada masacre. Desde ese momento empeoró
la perturbación de Abel, hasta culminar en depresión aquella Nochebuena.
Comprendió que no tenía el perfil para esa misión. Cuatro días después Abel
desertó del ejército y huyó hacía la sierra potosina, pero la imagen infantil
continúo avasallándolo cuando su hermano de diez años y su esposa embarazada lo
abrazaron para celebrar el año nuevo. Abel lloró en silencio y nadie comprendió
a plenitud el motivo de aquellas lágrimas internas que cayeron hasta el
amanecer entre mezcal y humo de cigarro.
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